El mira por la ventana. Esa mañana hace sol y le calienta los huesos. Mira sus manos: las venas abultadas y las manchas en ellas. Se mira al espejo. Apenas reconoce la cara que se ve en él. ¿Cuándo había llegado la vejez? Ni cuenta se dio. Se acordaba de cuando conoció a su mujer, en aquella fiesta de prao, tan jóvenes los dos. De aquella él la deslumbró porque como ya trabajaba en la mina tenía dinero. Se casaron pronto y luego vinieron los guajes, tres nada menos. ¡Como la echaba de menos! Y lo bien que estuvo ella aquella vez que él estuvo casi tres días enterrado en el pozo. Salió vivo, menos mal, pero se vio morir allí dentro. Nunca quiso hablar mucho de aquello.
Hoy está nervioso, hay dos maletas en la puerta. Mira su casa, su casa durante 50 años. Lo que les costó ahorrar para pagarla, porque ellos de créditos “nada”. Quizá sea la última vez que la vea. Sus hijos están preocupados y entre todos decidieron que mejor vivir en la Residencia de La Minería, que él anda desmemoriado y desde que murió su mujer se arregla regular.
Llegan su hijo y su nuera, nerviosos, a buscarle, van en coche. Arriba, en la Residencia de Felechosa, papeles y explicaciones que no entiende muy bien y una habitación que ahora será su casa. Ellos se van con los ojos húmedos y él se queda igual: Algún carraspeo y una despedida.
Por ahora se va arreglando. Lee el periódico por la mañana, va a la lotería por las tardes. Se toma un vino o dos… Se acuerda de su mujer, de su casa. A veces se pone triste, otras no. Su casa no es pero se ha acostumbrado. Y además está esa nieta postiza que le nació ya mayor y con ese “pijama” que la revela como trabajadora de la casa. No sabe bien como fue la cosa.
Una vez que tuvo gripe y por varios días no pudo levantarse de la cama. Tuvieron que ayudarle a todo ¡Qué vergüenza le dio! Un día se encontró contestándole a aquella “nieta” a preguntas sobre la mina, sobre los caballos que criaba y subía al monte, a la braña cada verano, que casualidad, la misma braña a la que ella subía caminado al menos una vez al año, porque le gustaba ir al monte, como a las cabras. Desde entonces ella le buscaba en la esquina en la que él se sentaba al sol y a mirar para fuera. A veces mas, a veces menos, pero siempre hablaban.
Una tarde ella llegó, pero él no estaba en su ventana. Preguntó…“al hospital”, le habían llevado. El no volvió. Dicen que murió tranquilo en su cama. Ella siguió mirando aquella silla vacía una temporada hasta que un día subió al monte, a aquella braña. Era sábado. Nunca había visto caballos allí pero ese día,…ese día una manada pastaba en la braña. Entonces ella sintió el latido de su propio corazón, miró al cielo y sonrió. Y sintió que él estaba ¡por fin! con su mujer y en su casa (fin).
Un cuento de navidad dedicado a todos los trabajadores de la Residencia del Montepío que ponen el corazón en su trabajo.
ANA MENÉNDEZ es psicóloga sanitaria, especialista en emergencias, crisis y cuidados al final de la vida. Profesional en la Residencia de Mayores de Felechosa-Montepío